En un muladar un día cierta vieja sevillana,
buscando trapos y lana,
su ordinaria granjería,
por acaso vino a hallarse
el pedazo de un espejo,
y con un trapillo viejo
lo limpió para mirarse.
Viendo en él aquellas feas
quijadas de desconsuelo,
dando con él en el suelo,
le dijo: -¡Maldito seas,
y en quién me vine a mirar!
¡A fe, loco antojadizo,
que supo bien lo que hizo
quien te echó en el muladar!
¡Qué fácil es identificarnos con la anciana de este amargo
romancillo escrito con singular acierto por el célebre poeta sevillano Baltasar
de Alcázar!
Sin duda todos alguna vez hemos querido tirar a la basura un
espejo insufrible de nuestra vida. Por eso otro poeta llamó al espejo: «Testigo
mudo, confidente helado.» Porque si bien el espejo se compra en sentido
literal, no se puede comprar en sentido figurado, ya que no admite arreglo
alguno. De ahí que diga el refrán: «Lo que te diga el espejo, no te lo dirá el
concejo.» 1
Afortunadamente para nosotros, cuando nos mira Dios como
nuestro Creador, no nos ve como nos vemos nosotros frente a un espejo. Él no se
fija en nuestras imperfecciones externas sino en nuestro fuero interno, 2
porque a Él le importa lo que somos y no lo que parecemos ser. Y por si eso
fuera poco, cuando nos mira Dios como nuestro Padre celestial, nos ve así como
los padres aquí en esta tierra vemos a nuestros hijos recién nacidos: ¡como las
criaturas más bellas del mundo! Esa tendencia a ver el atractivo en nuestros
hijos la heredamos de Él, ya que nos creó a imagen y semejanza suya.
Sin embargo, el que Dios nos mire con buenos ojos no quiere
decir que no haya nada en nosotros que Él no quiera cambiar. Al contrario, como
Él nos conoce a fondo, quiere transformar nuestra naturaleza pecaminosa para
que ésta no le impida ver reflejada en nosotros su propia naturaleza. Por eso
nos envió a su Hijo Jesucristo, quien se hizo como un espejo para nosotros a
fin de que nosotros pudiéramos ser como Él. 3
De modo que podemos tomar a Cristo como nuestro espejo
divino, sólo que, a diferencia de los demás espejos, Él no reproduce una imagen
desagradable como la nuestra sino su propia imagen atractiva. Y lejos de ser un
espejo común y corriente, que no perdona, Él perdonó hasta a quienes lo
clavaron en la cruz, donde selló nuestro perdón de una vez y para siempre. 4
Como espejo perfecto que es, Cristo nos ama con un amor
perfecto. 5 Pero no condiciona ese amor a que nosotros seamos perfectos, sino
que nos lo muestra cuando más imperfectos nos vemos. 6 Por eso nos mira y nos
dice: «¡Lo que más vale no es que seas perfecto sino perdonado. Acepta el perdón
que te ofrezco, y te transformaré a mi semejanza de modo que reflejes mi
gloria.» 7
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